El Signo de los Cuatro (1890) ocupa un lugar peculiar en la obra de Arthur Conan Doyle: es la segunda y última novela larga que el autor dedicó a Sherlock Holmes antes de abrazar definitivamente el formato corto. Escrita en pocas semanas por encargo de la revista Lippincott’s, la obra conserva la energía casi desbocada de Una Estudio en Escarlata, pero ya anuncia, con mayor sutileza psicológica, al detective maduro que brillará en los cuentos posteriores.
La novela se abre con una de las escenas más reveladoras del carácter de Holmes: la famosa inyección de cocaína al 7 %. Lejos de ser un simple detalle pintoresco, este momento funciona como confesión de su dependencia absoluta de la estimulación intelectual. Cuando no hay casos, Holmes se aburre hasta el punto de autodestruirse; la droga es, paradójicamente, la única forma que encuentra de mantener la mente en funcionamiento. Esta vulnerabilidad, apenas esbozada en la primera novela, alcanza aquí su expresión más cruda y, al mismo tiempo, más humana.
Frente a esa frialdad analítica aparece un John Watson en plena transformación. El narrador deja de ser mero cronista para convertirse en protagonista sentimental: su enamoramiento de Mary Morstan es inmediato y declarado. Doyle aprovecha este romance para introducir una tensión nueva en la relación entre los dos amigos. Los celos de Holmes —sutiles, casi imperceptibles, pero innegables— se manifiestan en comentarios ácidos y en una actitud que oscila entre la resignación y la incomodidad. Es la primera vez que el lector percibe que la amistad entre Holmes y Watson podría verse amenazada por algo tan terrenal como el amor de una mujer.
El argumento, como bien se señala en el podcast, se construye sobre una doble columna vertebral: por un lado, el misterio de las perlas y la herencia; por otro, una historia de venganza colonial que arranca en la Rebelión de los Cipayos y termina en las prisiones de las Islas Andamán. Esta estructura de “cuento dentro del cuento” —la larga confesión de Jonathan Small en el capítulo final— permite a Doyle combinar el suspense detectivesco con la novela de aventuras imperial. El resultado es una persecución nocturna por el Támesis que, en palabras de los presentadores, constituye “el primer gran set-piece cinematográfico de la literatura de género”, décadas antes de que el cine existiera.
Sin embargo, la mirada actual no puede ignorar el tratamiento de los personajes no europeos. Tonga, el aborigen andamanés, encarna todos los prejuicios raciales de la época: es presentado como un ser primitivo, feroz y leal hasta la muerte. Aunque Doyle intenta humanizar a Jonathan Small dándole voz propia y motivaciones comprensibles, el retrato de Tonga permanece como un ejemplo claro del exotismo racista victoriano. El pacto de los cuatro, pese a su nombre, nunca es realmente igualitario: tres blancos y un “salvaje” que sirve de herramienta.
Estilísticamente, la novela alterna momentos de gran tensión con pasajes de humor casi slapstick (el perro Toby, las pullas al torpe inspector Athelney Jones). Esa mezcla de registros —tan característica del primer Holmes— es precisamente lo que la convierte en una obra de transición: aún conserva el aliento aventurero de los folletines, pero ya apunta hacia la depuración psicológica que alcanzará su cima en relatos como “Escándalo en Bohemia” o “El hombre del labio retorcido”.
En conclusión, El Signo de los Cuatro es una novela que funciona a varios niveles: como entretenimiento puro, como retrato de la amistad puesta a prueba y como documento (problemático) del imaginario imperial británico. No es la obra más perfecta del canon, pero sí una de las más ricas en matices humanos. Holmes aparece aquí más frágil, Watson más enamorado y el mundo que los rodea más oscuro de lo que parecía en su primera aventura. Lejos de ser un simple escalón, constituye un puente imprescindible entre el Holmes legendario que nace en 1887 y el mito inmortal que Doyle terminaría construyendo en los años siguientes.
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